En mi permanente romance con la radio donde he podido estar en diferentes roles, no tengo ninguna duda que “sentado frente a la nave”, es donde se palpita toda la energía de la comunicación radiodifundida. Que de uno dependa lo que va a sonar en los aparatos de esa audiencia anónima y fiel es una sensación sublime. A los que hacemos radio no nos importan las encuestas, los rankings, las estadísticas. En el momento que uno aprieta un botón de play o abre un canal de micrófono, sentimos que todo el mundo nos escucha. Realmente sólo un oyente basta para que sea el Universo entero que recibe nuestra música o nuestras palabras.
Cuando antiguamente los roles estaban bien diferenciados y el radiocontrolador era el especialista de la puesta en el aire, antes de la reducción a los DJ´s parlantes, me tocó ver y escuchar el resultado de verdaderos genios de las perillas que con exquisita gracia “ponían en antena” un noticiero o un programa bailable. Antes de los computadores que facilitaron mucho la labor, memorable era la emisión del El Diario de Cooperativa de los setentas y ochentas. Los radioteatros en vivo eran todo un desafío que convertía a los radiocontroladores en un pulpo sincrónico. Qué decir de Concierto Discotheque que a puro vinilo y cintas de reel, hacían verdadera magia para mezclar en vivo con un gusto y oreja de cuando la música no era toda igual. Me van a perdonar muchos de los actuales DJ´s que ahora pasaron a tener categoría de músicos… pero alternar y combinar rock clásico, funk, disco y hasta sones tropicales en una misma emisión continua, requería de un cierto talento que hoy se ve bien facilitado por la predominancia de música de dos simples compases. Honestamente, ayudado de software y máquinas, no hay que ser muy genio para achuntarle al cambio entre canciones.
Pero estos personajes estaban todos dotados de algunos rasgos comunes. Lo primero, no eran muy locuaces y la impresión inicial que te causaban, era más bien la de un individuo retraído y huraño. Lo segundo, ya más en confianza, sus palabras siempre estaban cargadas de un cierto dejo de molestia hacia las jefaturas. Cientos de veces escuché... "yo creo que estoy aquí hasta el próximo mes no más". La mayoría, se jubilaron o los jubilaron. El amor por ese oficio es realmente poderoso. Y, sí, ciertamente creo que nunca fueron lo suficientemente valorados en su arte y talento. Más bien fueron explotados con turnos demoledores y salarios exiguos.
Luego, cuando uno les proponía algo, inmediatamente te anteponían un no seco, rotundo. Y la que uno creía una tremenda idea, se desvanecía en la apatía de sus reacciones. Pero siempre, al rato, venían con una solución mejorada de la propuesta. Así, tempranamente aprendí a jugar ese código de idas y vueltas. En mi recorrido profesional, conocí a personas realmente geniales y entrañables. Fue de esta manera que, habiendo probado el temblor en las manos, la sudoración y el ritmo cardiaco acelerado que van asociados a la responsabilidad de la puesta en el aire, es que comprendí que ahí estaba el corazón y sello de cada radio. Y todo esto, siempre me hace reflexionar sobre el porqué la radio actual, en gran medida, funciona como un robot sin corazón… sin la sensibilidad de la operación manual, la tincada, incluso el error que humaniza la transmisión. Por eso, hoy por hoy, no ha de extrañarnos que todas las emisoras suenan más o menos iguales.
Sin corazón, se pierde la pasión y gran parte de la magia, el encanto, la auténtica personalidad que debe tener cada estación de radio.
Para los que quieran ahondar en la mística de este oficio, les comparto este documental de María Ignacia Saavedra y Ariel Droguett González.